
Ya pasó el vía crucis, supuestamente del Año de la Fe. Pasó a medias, esa es la verdad, porque no hubo pasos en la calle a pesar de que algún hermano mayor se lo planteó muy seriamente y otro asomó su misterio a la puerta de Santa Marina para que el público congregado lo contemplara. Tampoco llovió. O llovió mucho menos de lo que estaba previsto y que tanto asustaba. Pero ni por esas quitaron las vallas de la avenida de la Constitución, ¿qué se creerían, que íbamos a asaltar la Catedral?.
A la hora de la verdad, media entrada. Esa es la realidad. Tanto que las puertas del primer templo de la archidiócesis se cerraron cuando dio comienzo el acto piadoso y volvieron a abrirse cuando se había rezado la tercera estación, a ver si el público llenaba los huecos. Pero los fieles estaban a lo suyo, claro, haciendo cola a las puertas de los templos para contemplar las imágenes dispuestas en sus pasos con las flores y la cera como si fuera Semana Santa.
No voy a entrar en disquisiciones sobre el Consejo de Cofradías, el papelón de venga reuniones todo el fin de semana para después dejar libertad a los cabildos de cada hermandad para decidir si iban o no iban a salir. O sea, que a la junta superior le dejaron el siempre ingrato papel de correveidile para hacer de correa de transmisión de lo que pudiera pensar en cada momento la autoridad eclesiástica.
Así que me voy a centrar en lo que vi en la Catedral, que era propiamente el ejercicio piadoso en sí. Y lo que vi no me gustó en absoluto. De manera que todo el recorrido estaba vallado para la procesión con la cruz de guía del Silencio y el Lignum Crucis de la Vera-Cruz. Se supone que este objeto devocional, del que ni la misma Iglesia declara su incontrovertible veracidad como astilla de la cruz donde murió Jesucristo, era el centro del vía crucis, pero eso es suponer demasiado.
Si hubiera sido así, monseñor Asenjo lo hubiera portado revestido de capa pluvial en vez de figurar detrás vestido de sotana y acompañado de su corte episcopal. Y detrás de Asenjo, la junta superior del Consejo de Cofradías, otro grupito de curas de paisano -o sea, con alzacuellos-, el pregonero de este año que no se sabe a ciencia cierta qué pintaba allí en la rebullasca y nadie más. Por no estar, no estaba ni el alcalde, que no se pierde una. Las naves laterales por las que discurría la comitiva se quedaban despobladas y vacías en cuanto pasaba el reducido cortejo.
¿Participación de los fieles? Cero patatero. No había fieles siguiendo el rezo del ejercicio religioso, sino que éstos quedaban al otro lado de las vallas como espectadores de un espectáculo del que quedaban excluidos. Qué manía con las vallas y los aforos, por Dios.
Es más, ni las propias representaciones de las hermandades que habían prestado sus titulares para el frustrado cortejo en la Avenida de la Constitución seguían el rezo. Allí estaban plantadas delante de un cartelón con el número de estación y la imagen de Cristo representativa hasta que la comitiva del señor arzobispo llegaba hasta ellos para escuchar el pasaje evangélico y su comentario, rezar el padrenuestro, el avemaría y el gloria de rigor y salir pitando con su cruz en sentido inverso al de la marcha del cortejo una vez que el prelado se hubiera acercado a saludar al hermano mayor con su correspondiente ración de cabezazos y besos al anillo pastoral.
Aquello era frío y desangelado. Ni la ilustración musical de la escolanía lograba caldear el ambiente. En la calle, con los altavoces emitiendo el rezo del vía crucis sin que nadie le echara cuenta, la gente seguía a lo suyo, azacaneada de una iglesia a otra para ver los pasos. La tradición litúrgica de la sede hispalense, el marco incomparable del tercer templo de la Cristiandad y la devoción popular a las imágenes más queridas de nuestra Semana Santa no se merecía ese ejercicio sin solemnidad alguna ni realce debido. Triste colofón a un fin de semana en el que Sevilla entera ha naufragado. Y eso que sólo cayeron un par de gotas. Ay, Dios.